Desde hace unos meses he caído en la curiosidad de los espejos.
Dado que no soy físico me eximo de toda explicación científica sobre la imagen invertida que ofrece, de tal manera que una
oreja izquierda aparece en el cristal a la derecha. Me preocupa, eso sí, indagar lo que algunas personas sienten al mirarse
en él.
El espejo tiene fama de fiel, no hace un calvo de un melenudo
ni de una arpía narigona una reina de la belleza. Un rey se ve con corona cuando se la ajusta para presentarse en público
y un desorejado no se ve en la imagen con el pabellón faltante. De los animales no hablo, porque no puedo asegurar que el
perro que ladra enfrente a su figura sabe que se ladra a sí mismo o a otro perro.
Esta verdad de todos los días parece no terminar de convencer
a tantos hombres y mujeres que acusan al cristal de embustero. Voltaire confesaba que pese a la fidelidad del espejo, no acertaba
a verse como creía que era y Francisco de Quevedo recomendaba a las viejas feas más bien tirar sus caras al suelo en vez del
espejo, porque el engaño viene de la realidad y no del espejo. ¿Qué hacer entonces con esos impiadosos y delatores vidrios
azogados que únicamente dan satisfacción a unos pocos mientras desaniman y atormentan a otros?
Insensato sería prohibir su fabricación. Las aguas cristalinas
del arroyo, los cristales de puertas y ventas, los bruñidos metales de las vajillas y otros objetos se encargarían de restituirnos
a la realidad, y como si esto no fuera suficiente, no faltaría la feroz grosería de algún burlador que nos lo hiciera notar,
a menos que uno fuera emperador, que aunque desnudo, estaba siempre vestido en la palabra de sus cortesanos. Esto sin contar
que la hermosura desaparece de noche o a la distancia. Son caracteres perceptibles a la luz y en la cercanía. De cualquier
manera, no estoy en condiciones de explicar qué hace en este mundo lo feo, lo desagradable, lo desabrido, lo repugnante, pero
ahí están.
Aunque no confundo lo hermoso con lo feo, tampoco confundo la
hermosura física con la belleza moral. La hermosura física no traspasa la carne -no hay un omóplato lindo y otro omóplato
feo-, pero sí un alma bella y otra menos agraciada. La hermosura es una cuestión de los sentidos; la belleza, de la imaginación,
el sentimiento y el pensamiento. Los ciegos perciben la belleza, pero tienen dificultades con la hermosura. Una madre que
arrulla y besa a su infante es bella; hermosa fue la Venus de Milo.
Maravilloso sería pensar en un espejo de la belleza o fealdad
del alma, pero tal instrumento no se ha creado ni podrá crearse. Presumo que por alguna razón será. Hasta aquí llega mi convicción.
Una duda me queda sin embargo. ¿No sirve entonces para nada la fidelidad de los espejos? Me resisto a creerlo. Sirven para
pedirles signos reveladores de nuestra realidad personal, para convertir la hermosura en belleza y la fealdad en hermosura
al menos.