CARLOS A. LOPRETE

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CARTA DE PILATO A SU HERMANA

 

 

Tibí, carissimae sorori, vale.

Por fin me he decidido hoy escribir a nuestro Divino César, pero lo hago primero a tí para descargar mi conciencia. Me refiero a la debilidad que tuve de entregar un inocente judío a manos de su pueblo para que lo ejecutasen. Le decían Jesús y era oriundo de Nazaret, un pueblecito al norte de Jerusalén donde yo resido. Me lo trajeron hombres de su misma sangre encabezados por los sanedritas que son los jefes de su religión y me pidieron que ordenase su crucifixión porque los judíos no están autorizados a condenar a muerte. Lo acusaban de proclamarse rey y atentar contra el reino.

Yo llamé al tal Jesús a mi pretorio y le pregunté: ¿Eres tú el rey de los judíos? Me respondió: ¿Dices eso por tu cuenta o te lo han dicho otros de mí? No supe qué contestarle porque yo no veía delito alguno en sus palabras. Me dijo también que él era la verdad y entonces le pregunté qué era la verdad. Para mí no era ningún criminal y apenas veía en su persona él a un inocente que se creía el rey de la ciencia y en nada comprometía al gobierno de nuestro Divino César.

Los judíos insistían en que mandara a ejecutarlo en una cruz, como lo hacemos nosotros los romanos. Yo me resistía interiormente a satisfacer su reclamación de venganza. Como durante esos días de Pascua había la costumbre de dejar libre a un reo, les pregunté si preferían que liberara a un bandolero llamado Barrabás o a dicho Jesús. Eligieron a Barrabás y lo solté. Mandé entonces azotar a Jesús para ver si lograba calmar al pueblo. Mis soldados lo envolvieron en un manto púrpura, tejieron una corona de espinas y se la pusieron sobre la cabeza como si fuera un rey en broma, y le dieron bofetadas y lo flagelaron hasta extenuarlo. Salí afuera y se lo mostré en esa figura a los exaltados y les dije: Ahí tenéis al hombre, yo no hallo en él ningún crimen. Pero no pude ablandar sus corazones. Me conminaron a todo grito jCrucifícale! jCrucifícale! Debe morir porque se ha dicho Hijo de Dios.

Nunca he sido un hombre firme ni enérgico, pero tampoco soy un criminal. Cedí cuando me amenazaron que si lo soltaba no era amigo del César y que el César era su único rey. Como buen romano sé que nuestro César no acepta la desobediencia a sus leyes y la castiga severamente. Entonces hice traer un recipiente con agua, me lavé las manos ante el pueblo y les entregué a Jesús para que ellos lo crucificasen. En eso consistió mi culpa y por eso estoy afligido.

Tú sabes, hermana, que nosotros los Poncio somos débiles de carácter y nos dejamos llevar por la opinión de los demás. Sin embargo, y para hacer valer mi autoridad, yo mismo redacté el título que había de ponerse en lo alto de la Cruz, Jesús Nazareno, Rey de los judíos, y lo hice transcribir en hebreo, latín y griego. Los judíos protestaron y me pidieron que lo modificara por el de Soy el rey de los judíos, porque el acusado no era ningún rey y el único que decía serlo era él mismo. Me negué a complacerlos en su exigencia y les respondí que lo escrito, escrito estaba y no lo modificaría.

Como procurador de Roma yo no estuve presente en la cruxifíción porque los judíos me desprecian aunque no lo dicen por temor a mi venganza. Creen que si se me acercan pueden contaminarse de mi religión. Yo también me callo ante su fanatismo y me mantengo lo más alejado que puedo de ellos. Lo que no acabo de comprender es eso que judíos y cristianos llaman fe. Unos y otros creen que no hay más que un solo dios y viven confiados y seguros de eso, mientras que para nosotros existen tantos como pueblos hay.

No sé si ellos o nosotros estamos en la verdad, aunque he comenzado a vacilar cuando después de la crucifixión tembló la tierra y se oscureció el cielo. Escríbeme, Julia, y dime lo que tú opinas acerca de mi conducta.

Tibí valedico. Pilato

 

 

 

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