Nos reunimos esa noche para discutir cómo nos habíamos
de entregar a los invasores. Esto lo hicimos con nuestros caciques y demás capitanes del pueblo. Discutimos los tributos que
tendríamos que pagarles a los invasores. Escuchamos las opiniones de los viejos y de los jóvenes. Los ancianos opinaron que
habíamos sido derrotados y lo más conveniente era arrojar nuestro oro, nuestras armas e insignias al fondo del río y pagar
la derrota con el trabajo personal. Morir era más penoso que ser dominados.
De pronto, un joven indígena, jefe de soldados, se pone
de pie y hace sentir su voz estentórea:
-Los españoles nos piden oro, nuestros dioses necesitan
nuestra sangre para alimentarse.
Levanta en su mano derecha el escudo y en su izquierda
el arco y las flechas, al tiempo que atruena el silencio de la noche con un alarido de guerra. Se ponen de pie otros dos jefes,
enseguida otros seis y por fin todo el pueblo.
-Va a entregar su sangre a los dioses -dicen los indígenas
entre llantos.
Con el sol desembarcaron los españoles, lo tomaron prisionero,
le ataron las manos, lo pusieron frente a los arcabuceros y dispararon por sobre las cabezas de los indios sin tocar a nadie.
Únicamente disparaban para asustarlos después del ataque del día anterior. Los proyectiles pasaban por sobre los flecheros
arrodillados que no se movieron. Yo no vi flechas porque estaba detrás de un árbol, pero éste fue el modo como terminó nuestro
pueblo.
Otros dicen que los extranjeros no tomaron al joven cacique,
quien se entregó para que no murieran los indios. Así terminó nuestro pueblo, así fue el final de nuestro reino.