CARLOS A. LOPRETE

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FULANO, ZUTANO Y MEGANO

 
 

 

 

Algunas personas creen que Fulano, Zutano y Mengano no existieron nunca. En contraste, yo creo que sí. Precisamente por no querer ser reconocidos se ocultaron detrás de esos tres apelativos comunes sin especificar sus apellidos. Esos tres anónimos, si fueron tres individuos reales, debieron ser españoles según la ortografía de sus nombres y su mención en los diccionarios de la lengua castellana. Si en cambio, sólo fueran tres sobrenombres lingüísticos para no mencionar a terceras personas insignificantes, su número superaría a los varios millares en cada comunidad y en cada época.

No podría decir si estaban emparentados o son los mismos que los Cayo, Tizio y Sempronio del orbe itálico, aunque verosímilmente no estaban relacionados con el famoso John Doe anglosajón, que no parece haber tenido colaboradores porque se lo menciona sin compañía, a menos que pueda argumentarse que en ese mundo hubo menos bobalicones que en el hispánico. Los franceses, tan orgullosos de su racionalismo cultural tampoco han aceptado tener tres anónimos, sino sólo uno, también nombrado sin apellido, Un tal, al que no pueden atribuírsele otros atributos que la nada.

Mis investigaciones eruditas me permiten inferir, refiriéndome únicamente a los españoles, algunos rasgos biográficos de sus nombres. No fueron reyes, nobles ni prelados puesto que ninguna obra histórica los menciona, además de no aparecer en ninguna cronología. Presuntamente se asemejarían en su forma de actuar o de hablar, por aquello de que Dios los cría y ellos se juntan. De los tres, Fulano parece haber sido el más conocido o el más importante. Por de pronto es el que más se cita. Su nombre es el único usado sin acompañantes en las comparaciones populares: Es un Fulano, se dice, y nunca Es un Mengano, ni Es un Zutano. Esta deducción se refuerza porque es de los tres el único que admite un complemento distintivo, como puede verse en la designación Es un Fulano de Tal.

Toda vez que revuelvo en mi mente esos nombres para imaginarme sus cualidades y comportamientos, algo se opone en mi interior a imaginarlos personas serias. Sin ninguna razón justifícatoria, y por simple intuición, no se me ocurriría suponer que fueran personajes esclarecidos, porque para eso estaban en España en los tiempos idos los abates, los políglotas, los astrólogos y tantos otros individuos de rango privilegiado. ¿Quién podría imaginarse a Fulano vestido con traje clerical de vivos morados, a Mengano con un bonete estrellado de cosmógrafo o astrólogo, y a Zutano con la cruz y la espada de maestre de Calatrava? Imposible. Ninguno de los tres era eminente. Otro cantar sería si hubieran nacido en nuestros países, porque se podría suponerlos presidentes, diputados o intendentes sin violentar ni un ápice la imaginación.

Pienso que los fundadores de la trinitaria dinastía, vaya uno a saber en qué siglo, fueron tres inocentes tontos de pueblo, de esos ejemplares que existen en todo lugar, pero que no tenían otras aspiraciones que seguir siendo tontos. Ni se les hubiera pasado por la mente la idea de ser alcaldes de la villa, como sucede ahora. A Fulano me lo imagino criador de cerdos, embadurnado de estiércol, barbudo, de vientre prominente, que no usaba cubiertos para comer y se servía para tal menester de las manos, sin noticia alguna de que el astro rey es el sol, y mucho menos de que las letras se clasifican en vocales y consonantes. A Mengano lo conjeturo molinero, empolvado de harina, descansando cuando podía entre sacos de cereales, meditando sobre la manera de escamotear cien gramos de cada kilogramo, con un cerebro abarrotado de supersticiones y refranes heredados, como aquel que dice que más vale ser tuerto que ciego. Zutano, como tercero, no podía igualar en inteligencia a los anteriores, y no me queda otra posibilidad que conjeturarlo como un labriego cuya sabiduría se reducía a saber que los hombres pueden ser calvos o melenudos.

En cierto país latinoamericano que me eximo de precisar para evitarme complicaciones, no han bastado los tres ejemplares clásicos para menospreciar al prójimo, al punto que han inventado un cuarto, Perengano, no menos insignificante que sus antecesores. Teniendo en cuenta el afán de los individuos de dicho país por no permitir la excelencia de los otros, es conjeturable que con el aumento demográfico de la población se agreguen en consecuencia otros más con el tiempo, prescindibles todos ellos en cualquier civilización, que podrían llamarse eventualmente Martingano, Fernandiano o Lopengano, con tal de que terminen en -ano. Propongo denominarlos "gloriosos insignificantes", a condición de no aclarar sus apellidos ni consignar dónde viven, en salvaguarda de nuestro derecho de morir en la cama con asistencia sacerdotal y después de haber escrito el testamento ológrafo.

 

 
 
 

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