¿NADA MÁS?
Los cartelones impresos de antemano en la prensa del barco
aparecieron pegados en las paredes de los edificios principales, la mañana del desembarco de las tropas inglesas. El bando
imperial prometía generosidad y benevolencia para quienes acataran la voluntad de los invasores. Se respetarían las personas,
la propiedad privada, la religión y sus ministros, los tribunales de justicia. Tamaña munificencia a cambio de un simple juramento:
obediencia a los decretos imperiales y promesa de no contrariarlos.
El juramento no se pediría a todos los habitantes de la aldea
colonial, salvo a los de mayor prestigio y poder. Los modestos artesanos no serán molestados, los campesinos podrán continuar
con el laboreo de la tierra, los gauchos con su transhumancia pampeana. No habrá cambio de idioma, los maestros podrán continuar
con sus programas de enseñanza y todo transcurrirá como hasta entonces.
Los invasores se abrían paso entre los vecinos con sus ostentosos
uniformes rojos y blancos, recién planchados y ornados con pertrechos y condecoraciones relucientes, inmutables como en una
parada militar. Los precedían los jefes campeones de los mares con sus pabellones y estandartes al aire, apoyados por la disuasiva
contundencia de la artillería ligera de la zaga.
Los habitantes observaban atónitos a los desembarcados sin
atinar a pronunciar palabra. La gran siesta colonial de cientos de años, apenas interrumpida por algún esporádico malón indígena,
parecía haber llegado a su fin.
-¡Quién lo hubiera pensado! ¿Nada más que esto era una invasión?
Un innombrado testigo lloriqueó por la invasión y por la
inocente ignorancia del vecino.