ÍNDICE
I- LA INDAGATORIA
-¿Quiénes somos?....................................... 11
-Comienza la indagación ...............................12
-El advenimiento de la perplejidad..................14
-En busca de los culpables ...........................17
-Los libros del descontento ..........................20
-Los criterios de análisis .............................23
-El pasado utilizable ....................................26
-La superstición racial .................................29
-La insuficiencia ideológica............................33
-El espíritu cultural .....................................38
-La cultura y la modernidad ..........................50
II- NOSOTROS Y LOS OTROS
-Nosotros y los norteamericanos....................57
-Nosotros e Hispanoamérica...........................66
-Nosotros y Europa ......................................74
-Las fugas ...................................................79
III-ASEDIOS
AL CARÁCTER ARGENTINO
-El carácter nacional .....................................87
-Insatisfacción .............................................91
-Intelectualismo ...........................................92
-Pragmatismo ..............................................96
-Esteticismo ................................................102
-Arrogancia .................................................105
-Individualismo…………………………………………110
-Susceptibilidad ............................................111
-Laboriosidad................................................114
-Patriotismo .................................................116
I- LA INDAGATORIA
-¿QUIÉNES
SOMOS?..............11
Los argentinos nos hemos preocupado siempre por conocernos
y definirnos. Esta preocupación es antigua y peculiar en nosotros mismos, aunque el espectáculo de un pueblo en introspección
haya ocurrido varias veces en otras partes del mundo. Modernamente, nuestro propio caso nos ha caído en la conciencia con
renovada y urgente inquietud. El argentino contemporáneo se ha convertido en un osado inquisidor y en un disconforme histórico
con la realidad en que está inscrito, pero esta actitud, patriótica en todos, tiene distintas causas y consecuencias, psicológicas,
sociales y políticas, según sea el grado y tipo de esa disconformidad.
Se trata de una búsqueda de la propia identidad y, más
aún, de una instalación en el mundo previsible. En ello están implicadas las generaciones pasadas así como la actual, acaso
porque para gran parte de los argentinos, la edad de oro nacional que pretendemos no ha acaecido todavía. El fabuloso mundo
nuevo que descubrieron y revelaron los conquistadores españoles se ha ido desmoronando a terrones con los años, y hoy nos
topamos con una realidad cotidiana que ni satisface ni admite interpretaciones mágicas, retóricas o sentimentales. Ha llegado
el turno del análisis y es conjeturable un replanteo del pasado y una programatización actualizada del país y sus cosas.
La tradicional querella entre los intérpretes de la realidad
argentina se ha reavivado de entre sus propias cenizas y se agita cada vez que una nueva voz se hace oír o una desilusión
nos castiga. La cuestión nacional se ha suscitado a menudo en el ámbito de las pasiones políticas, y por ello, pequeñas chispas
han provocado grandes hogueras. Entre nosotros el país es un tema impregnado de pasión, como lo es gran parte de nuestra historia.
Tuvimos conquistadores literatos, tuvimos cronistas de
Indias, tuvimos viajeros foráneos y tuvimos analistas extranjeros y locales que vinieron al país con sus ojos y lo interpretaron
con sus propias luces , pero lo argentino subsiste aún como controversial.
Uno de los más llamativos juicios se lo debemos a aquel
escritor colombiano que nos visitó en diciembre de 1923 y nos achacó no tener ¨ ni un gran pueblo, ni un gran hombre de estado,
ni un gran político, ni un gran sabio, sólo un gran escritor: Ricardo Rojas, ni un gran poeta ¨. Nos llamó República Fenicia
y además Patria del plagio; Buenos Aires era la ciudad antítesis del genio, carente de majestad; Leopoldo Lugones un Aquiles
de celuloide que prestaba a sus diminutos legionarios una coraza de cartón para atacarlo; la literatura argentina un vasto
museo de reproducciones, y la cobardía del pensamiento, el rasgo distintivo de los escritores de entonces.
La furia de Vargas Vila fue tamaña como su vanidad: ¨…la
República Argentina no puede darme nada: ni la gloria, porque yo se la traigo… ni dinero, porque yo lo tengo; apenas
si puede darme su hospitalidad; y ésa por pocos días ¨.
Desde el inexplicable umbral de esta vociferación ulcerante, hasta
las obsequiosidades cortesanas de visitantes ceremoniosos, se escalonan las diagnosis e interpretaciones de la Argentina, de sus hombres, de su cultura, de su vida nacional.
LOS ESPÍAS DE DIOS
ÍNDICE
El día que llovió oro............................................. ...5
El horóscopo de Jesucristo........................................11
Autobiografía del número Pí ....................................23
El retomo .................................................................31
El gran Nicole .........................................................37
Cum grano salis .......................................................41
El libro total .............................................................45
El Arca de Noé........................................................ .51
El guerrillero y el círculo ..........................................57
El muñeco del señor Ardiles ......................................75
La lluvia de letras ......................................................87
Si tuvieras el poder ....................................................97
La vida no da para más ..............................................103
El heredero.................................................................113
Los espías de Dios .....................................................119
EL DÍA QUE LLOVIO ORO
Cuando la humedad de las nubes choca contra
las capas frías de la atmósfera, llueve en cualquier parte del planeta. Que en las regiones tropicales suceda este fenómeno
con bastante frecuencia y en los desiertos casi nunca, es otro problema del que suelen dar razones convincentes los geógrafos.
Los rayos y centellas, si bien caen sobre la tierra, son simples chispas eléctricas. Fuera del agua en sus diferentes grados
—lluvia, llovizna, neblina, granizo—, los hombres modernos hemos perdido la ilusión de recibir nada material que
pueda caer sobre la superficie terrestre, y no contamos con el cielo en ese sentido.
Así lo afirma la ciencia y lo confirma la experiencia.
No hay otra cosa que esperar. Así la vida se explica con más sencillez, sin necesidad de recurrir a disquisiciones complicadas.
Si el dios Yavé hizo caer granizo mezclado con fuego sobre el imperio del Faraón para forzarlo a liberar al pueblo hebreo
que tenía cautivo, y si en el éxodo hacia la Tierra Prometida los sustentó con maná nutritivo proveniente del cielo, es asunto
reservado a israelitas y cristianos.
Sin embargo, de las cosas pesadas que muchos
desearían que cayeran desde arriba y no caen, el oro es la más codiciada, por sobre las esmeraldas y los diamantes. Se comprende.
Es inalterable y universal. Quienes se acojan a esta esperanza y resuelvan incorporarla en sus oraciones, deberían conocer
un episodio relacionado con esta alternativa. Ya una vez en la historia llovió oro.
Ocurrió un 31 de diciembre del año 999 de nuestra
era, en el pueblecito francés de Belleville. Su tradición se remontaba hacia el año 51 ó 50 antes de Cristo, cuando el general
romano Julio César lo sitió, lo redujo por sed y hambre, y una vez victorioso, cortó las manos a todos los habitantes, incluidos
los ancianos, mujeres y niños. La historia ha perdido la continuidad desde aquella Uxellodumum bárbara hasta la Belleville
de la lluvia de oro, pero esta carencia es desdeñable en nuestro relato.
Los bellevillenses se caracterizaron siempre
por su afán de prosperidad. No es que fueran en sentido estricto pobres, porque disponían de buena tierra, fértil en vegetales,
incluida toda suerte de frutas y hortalizas. Su campiña abundaba en pastos nutricios para vacas y ovejas. Los artesanos se
distinguían por su habilidad para azogar espejos, tejer gobelinos y terciopelos, además de su inigualada aptitud para componer
relojes. Con todo, se reputaban pobres comparados con los banqueros holandeses, genoveses y venecianos.
Su alcalde, pese a que en aquellos tiempos
no se hablaba de democracia, no escatimaba esfuerzos por complacer a su pueblo. Había conseguido que la primera misa de los
domingos y fiestas de guardar fuera a las diez de la mañana en lugar de las seis, puesto que, según decía, no era cuestión
de madrugar para agradar al Señor, considerando que Él no duerme a ninguna hora. El prelado que resistió a sus órdenes fue
expulsado del pueblo y la ocurrencia terminó convirtiéndose en tradición.
La inminencia del fin del mundo anunciada por
algunos intérpretes de la Biblia para el último día del milenio desató la locura. Los monjes de la cercana abadía de Chalons
venían predicando que el período de mil años después de que Satanás fue precipitado al abismo según el Nuevo Testamento, estaba
a punto de cumplirse. Se produciría el retorno de Jesucristo, la resurrección de los muertos y el Juicio Final. El espanto
se incrustó en las almas días antes del mencionado 31 de diciembre.
Los incrédulos se mofaban de los atemorizados
y aplacaban sus propias incertidumbres alegando que el mundo no se había creado para ser destruido; que en la naturaleza la
muerte se manifiesta de individuo en individuo y no se apodera de la humanidad total al mismo tiempo, y que aun en esa posibilidad
hipotética, seguramente los hombres no tendrían indicios seguros del día y de la hora. Si el fin del mundo fuera un castigo
del Todopoderoso, ya se encargaría Él de que los mortales no se anticiparan a sus planes. Se sospechaba de su hipocresía,
pues más de uno había sido sorprendido a través de las ventanas en actitud orante.
Los moderados ni apoyaban ni atacaban a los
creyentes. Se mantenían en una cautelosa expectativa, oculta detrás del silencio. No lo expresaban, pero buscaban y rebuscaban
razones salvadoras. Uno de ellos encontró en el Nuevo Testamento un argumento consolador. Había leído en San Mateo, 24,36:
"Pero aquel día y aquella hora nadie los conoce, ni los ángeles del cielo, ni el Hijo, sino sólo el Padre". El hallazgo produjo
cierto grado de alivio, sobre todo porque el director de la escuela parroquial, fervoroso lector del Libro, confirmaba la
canonicidad de ese texto y no hallaba herejía alguna en la interpretación dada.
La esperanza se debilitó cuando el 30 de diciembre
cerrados nubarrones oscurecieron el cielo desde el alba. La naturaleza parecía desmentir las ilusiones. Ese día los comerciantes
clausuraron sus negocios y no se compraron alimentos
ni medicinas. Se aplazó el ahorcamiento de
un sentenciado por asesinato. Las puertas de los templos se mantuvieron abiertas de par en par y centenares de fieles e infieles
se agolparon en las naves y se desparramaron por el atrio y calles vecinas para elevar rogativas. Los párvulos no fueron a
las escuelas y se acogieron con sus padres al reducto domiciliario. Los enfermos, impedidos y ancianos clamaban por compañía.
Gran parte de los pobladores abandonó a Belleville
y en nutridas caravanas se refugió en las colinas próximas, provistos de mantas para dormir, alimentos y garrafones de agua.
Algunos desesperanzados escogieron diluir sus miedos en estrepitosas borracheras para no ser sorprendidos en estado de lucidez.
En su descontrolado desatino, los alcoholizados ateos proclamaban sus blasfemias montados en mesas y mostradores. Morir por
morir —pensaron los lujuriosos—, es mejor hacerlo con mujeres, y conmovieron los burdeles con orgías satánicas.
Mañana y tarde circularon
las noticias de los suicidios: FranÇois
el bibliotecario; Antoine el verdugo; maese Gastón el usurero, junto a su mujer y tres hijos; las marquesa de Limoges y su
esposo; Olaff el contrabandista dinamarqués; Luynes el profesor de latín y griego, en fin, cuatrocientos dieciséis bellevillenses
que habían optado por un final desesperado antes que por una desesperación sin fin.
El campanero de una iglesia sugirió que el
arrepentimiento y el perdón de los deudores quizás los eximiera del castigo divino. La idea prendió en algunos ofensores:
los usureros corrieron a casa de los deudores, rompieron los pagarés en su presencia y condonaron las obligaciones. Maese
Gelasio se arrodilló ante el herrero Roland, le devolvió el fuelle y las tenazas que le había secuestrado y lloró en el suelo
abrazando sus piernas. El poeta Henri Blois quemó los originales de su sátira contra el obispo en la plaza central, y el blasfemo
Le Tellier untó su boca con excremento en el portal de la iglesia clamando al párroco por su absolución. El homicida Enoch
se amputó la mano derecha y corrió por las calles exhibiéndola a los gritos de "Yo maté al bodeguero Antón'7.
En las colinas los refugiados hicieron fogones
para calentar los cuerpos ateridos, improvisando comidas en ollas y sartenes. Los fogones se percibían desde la distancia
como un sembradío de soles y el murmullo de los rezos sonaba como viento entre las hojas. Ninguno se creía lo suficientemente
bueno como para sentirse dispensado de la catástrofe que se presentía. Ninguno había podido dar una respuesta satisfactoria
a la gran duda sobre cómo discerniría el Salvador entre justos y pecadores, colocado entre sus atributos de justicia y misericordia.
Hacia el anochecer del último día
del milenio el cielo tomó un olor entre violáceo y negro y se oyeron en las entrañas de la tierra ruidos broncos semejantes
a regurgitaciones de volcanes. Duraron media hora y al cabo cesaron abruptamente. Las nubes se abrieron y dejaron ver un intensísimo
foco de luz que enceguecía las miradas. Los bellevillenses inclinaron sus rostros hacia el suelo y en seguida se postraron.
Inmóviles y silenciosos, aterrados y pasmados, esperaron el desenlace. Los minutos pasaban y la catástrofe no se producía.
De pronto llegaron a sus oídos tintineantes sonidos metálicos, suaves y acariciadores,
que reverberaban en sus tímpanos con sugerentes melodías, al tiempo que veían de soslayo estrellarse en el piso millones de
pepitas áureas, resplandecientes en la oscuridad, gozosas, saltarinas, chocándose unas con otras al rebotar sobre la superficie.
Hubo primero
una ola de contagioso estupor entre los pobladores, en casas y colinas, y
a continuación, estalló un descomunal ruido de risas nerviosas
y estentóreas, seguido de un griterío unánime de gozo y de alegría………….
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